El hermético convento de Santa Clara, el cenobio más antiguo de Valladolid, es el escenario de una de las leyendas más lúgubres y escalofriantes de la ciudad, fiel reflejo de aquella sociedad sacralizada de antaño en que todas las facetas de la vida estaban condicionadas al trance de la muerte. Actualmente la historia, prácticamente desconocida incluso por los vecinos más próximos al convento, puede generar recelos sobre su veracidad, pero lo cierto es que fue conservada por las monjas clarisas por transmisión oral de unas generaciones a otras hasta tiempos relativamente recientes, quedando recogida, entre otros, por el cronista Juan Antolínez de Burgos en su "Historia de Valladolid" (1887), obra que junto al trabajo de Casimiro G. García-Valladolid en "Valladolid, recuerdos y grandezas" (Tomo 1, 1900), utilizamos como principal fuente de información.
Para comenzar, es conveniente recordar que la fundación del convento se remonta a 1247, cuando gobernaba el reino de Castilla el rey Fernando III el Santo, justamente seis años antes de la muerte de la santa cofundadora de la orden franciscana. De ello se ocupó una compañera de Santa Clara, cuya identidad se desconoce, que acompañada de otra clarisa primero recaló en Valladolid, logrando vocaciones para la orden, y después con la ayuda del obispo de Osma levantó un primer monasterio bajo la advocación de Todos los Santos en un lugar apartado, a extramuros de la villa, según privilegio otorgado por Alfonso X el Sabio.
A pesar de que durante la guerra fratricida entre Pedro I y su hermano Enrique II, el conde don Sancho, hijo bastardo de Alfonso XI y doña Leonor de Guzmán, hiciese en 1371 una donación para que la comunidad se mudase al centro de la ciudad, a un lugar situado junto a la desaparecida iglesia de San Esteban, esto no se hizo efectivo y el monasterio ha ocupado secularmente el mismo lugar desde su fundación, aunque la fábrica de la iglesia actual y sus dependencias monacales serían remodeladas y sustituidas en 1495, todo ello bajo el patrocinio de don Juan Arias del Villar, que además de ser Presidente de la Real Chancillería de Valladolid, también ejercería como obispo de Segovia, Sigüenza, Osma y Oviedo. El edificio, de nave única, no puede ser más sobrio en el exterior, ofreciendo una sólida cantería, gruesos contrafuertes y una ausencia total de elementos decorativos.
Tiempo después adquiría el patronato de la capilla mayor don Galván Boninseni para convertirla en capilla funeraria familiar, colocando en las nervaduras de la bóvedas su blasón al uso y hornacinas en los muros para depositar sus restos y los de sus descendientes. Otro benefactor fue el abogado de la Chancillería don Pedro Juárez, que costeó el lado del evangelio, donde igualmente dejó su emblema, haciendo también una donación al convento de una renta anual de doce carneros, curiosamente para que con sus pieles las monjas de mayor edad se abrigasen en los maitines durante el invierno.
En la ampliación tardogótica, el espacio que ocupara la primitiva iglesia fue reconvertido en coro bajo de la misma, situado a los pies del templo y con una menor altura que es apreciable desde el exterior. Es en este ámbito donde ocurrirían los hechos que dieron lugar a una serie de leyendas siempre relacionadas con la muerte y el más allá.
Pues en el coro bajo se habían fundado dos capillas, la primera de ellas en 1489 por doña Inés de Guzmán, condesa de Trastámara y duquesa de Villalba del Alcor, viuda de Pedro Álvarez Osorio y de Alonso Pérez de Vivero, contador mayor de Juan II, que además obtuvo licencia del papa para construir y ocupar una habitación en el interior del convento hasta su muerte, con servidumbre incluida, en un espacio después convertido en locutorio. En su capilla sería enterrada bajo un sepulcro de alabastro cuyo epitafio proclama su identidad.
La otra capilla, de mayores dimensiones, fue fundada por don Alonso de Castilla, hijo natural, en sus años de mocedad, de Pedro de Castilla, después obispo de Osma y Palencia, e Isabel de Droellink, de linaje inglés, siendo don Alonso además, por parte de padre, biznieto del rey Pedro I el Cruel. Fue este personaje un ilustre caballero de la nobleza de vida tenida por tan ejemplar que llegó a ser conocido por el sobrenombre de "el Santo", llegando a vincularse a través de su persona algunos miembros de su familia a la comunidad de clarisas. Murió en Valladolid y fue enterrado, según disposición propia, en la capilla que fundara en el coro de Santa Clara, una capilla que al exterior ostenta el emblema de su linaje junto a una sencilla ventana abocinada de arcos apuntados y que constituye el único ornato de la sobria fachada.
Es a partir de entonces cuando este caballero alcanza su protagonismo por los "prodigios" obrados después de muerto, alcanzando una fama que no lograra en vida al tratarse de unos hechos insólitos, por paranormales, que, como ya se ha dicho, la tradición conventual pasó de generación en generación. Estos casos, que hoy podrían ser considerados como un fenómeno de poltergeist, si nos atenemos al estricto significado de este término germánico (poltern, hacer ruido y geist, espíritu), comenzaron al poco tiempo de fallecer don Alonso de Castilla, al que por no estar todavía terminada la capilla por él fundada se le dispuso en su ataúd provisionalmente a un lado del altar mayor. Durante aquel tiempo se pudo comprobar que cuando alguna persona de su familia iba a morir, se oían ruidos en el interior del féretro que anticipaban el suceso unos días antes, hecho que después era confirmado con la llegada de la noticia, hasta el punto de que en cierta ocasión la sacristana, ante la persistencia de los ruidos, decidió abrir el ataúd pensando que podrían haberse introducido ratones, encontrando no sólo el cajón vacío y sin resquicios para la entrada de roedores, sino con los restos del ilustre caballero emanando un olor aromatizado.
Este fenómeno ruidoso, según la tradición de la comunidad, entre otras ocasiones pudo constatarse poco antes del fallecimiento de dos de las abadesas del convento, doña Constanza de Castilla y doña Inés de Castilla, ambas parientes del caballero difunto. Estos hechos no hicieron sino incrementar la fama de santidad de don Alonso, cuyos restos fueron trasladados, una vez terminada su capilla, a un flamante sepulcro de diseño plateresco (ilustración 1), en forma de arcosolio, en cuyo basamento aparecen grutescos y dos figuras de niños que sujetan las armas de su linaje, un cuerpo en forma de arco triunfal y un remate con forma de frontón triangular en el que se insertan ángeles que de nuevo ofrecen el motivo heráldico junto a pebeteros en los lados y el vértice. En la actualidad falta en el sepulcro el bulto funerario, desconociéndose si en algún momento pudo figurar, porque lo cierto es que se trata de una de las obras funerarias más sobresalientes del siglo XVI en Valladolid.
A pesar de no figurar la efigie de don Alonso, este sepulcro siempre fue considerado por la comunidad clarisa como una verdadera reliquia de aquel personaje, venerado como un santo y respetado por la leyenda difundida. Este afán queda claro en otra historia fantástica surgida en torno al enterramiento y transmitida con fines moralizantes. Cierto día de verano una monja clarisa, doña Petronila Ortiz, movida por los rigores del verano, se echó a dormir sobre el sepulcro utilizando las sandalias como reposacabezas. Después contaba que entre sueños había oído grandes ruidos que salían del interior de la tumba y que cuando despertó se hallaba en la misma posición en que se había dormido, pero en el suelo y alejada del sepulcro. La comunidad religiosa aireaba esta historia para poner de manifiesto que la obligación de las monjas era respetar, venerar y tratar como a una reliquia aquellos restos con capacidad de obrar milagros.
Los sucesos extraordinarios de este sepulcro incluso fueron recogidos en unas memorias iniciadas por doña María de Castilla, monja descalza en el convento de Madrid, siendo numerosos, a decir de Juan Antolínez de Burgos, primer cronista de Valladolid, los testimonios de prodigios recogidos por historiadores, tanto locales como foráneos, como es el caso del geógrafo holandés Pieter van der Aa, cuyas obras escritas en francés firmaba como Juan Álvarez de Colmenar, que en su publicación "Les délices de l'Espagne et du Portugal", editada en Leiden en 1707 sobre la vida y costumbres españolas y portuguesas, donde también hace la descripción de monumentos y obras artísticas, que se hace eco de la leyenda prodigiosa del sepulcro de Santa Clara y sus ruidos y gemidos avisadores. Tampoco faltaron, como apunta García-Valladolid, escritores decimonónicos que ridiculizaron la supuesta narración histórica recogida por Juan Antolínez de Burgos.
No conviene olvidar que en el siglo XVII estas formas de religiosidad encontraron un caldo de cultivo apropiado para su difusión en una época en que fueron abundantes los casos de monjas visionarias e incluso de posesas, llegando a sufrir algunas de ellas procesos sumarísimos ante el Santo Oficio. Es el cronista y licenciado fray Francisco Calderón quien deja constancia de otro fervor religioso experimentado en esta misma iglesia de Santa Clara que ilustra sobre las supersticiones y creencias de aquella época. Dos de las monjas fundadoras, que habían llegado a conocer personalmente a la santa de Asís, fueron enterradas junto al coro. Rodeadas de fama de santidad, los fieles llegaban a extraer la tierra de sus sepulturas con la creencia de que, a modo de reliquias por contacto, pudieran obrar efectos milagrosos y sanar enfermedades, motivo por el que las sepulturas acabaron siendo recubiertas de piedra.
Igualmente hemos de recordar que la historia de los ruidos de ultratumba premonitorios tampoco es completamente original. Los primeros antecedentes se encuentran relacionados con San Francisco de Asís, del que fue seguidora la santa fundadora de la comunidad. Después del episodio del monte Alberne, donde la hagiografía franciscana dice que el santo recibió los estigmas de Cristo, el poverello se despidió de su amigo Alberto, conde de Monte Acuto, entregándole el hábito con que había recibido las llagas y concediéndole el favor de que cada vez que fuese a morir alguien de su familia apareciesen unas llamas sobre su castillo. Como puede observarse, la historia vallisoletana es bastante mimética, sin duda fruto de una transposición de las lecturas franciscanas habituales en el monasterio.
El prodigio, con características similares al caso de Santa Clara de Valladolid, se repetía en la tumba de Fernán González del monasterio burgalés de San Pedro de Arlanza, según refiere fray Antonio de Yepes, ocurriendo otro tanto en el monasterio oscense de San Victoriano de Asán, según información recogida por fray Marcos de Guadalajara. En otros casos los ruidos eran sustituidos por el tañido de una campana, como en el monasterio de Santo Domingo de Zamora, del que hace memoria fray Juan López.
Para terminar diremos que en la misma iglesia de Santa Clara se guardan, en hornacinas colocadas a los lados del presbiterio, los sepulcros de don Pedro Boninseni y su hermana doña Isabel y otro perteneciente a don Juan de Nava. También están enterrados en esta iglesia doña Inés Niño, hija de Pedro Niño, conde de Buelna, que llegó a ser abadesa del monasterio, y fray Gonzalo de Angulo, obispo de Venezuela de Indias, pero todos ellos decidieron tomarse a bien aquello del sueño eterno y nunca han causado ningún tipo de escándalo. Sin embargo, como recogen los historiadores, junto al desaparecido arco de Santa Clara, situado como acceso a la villa junto a la cabecera de la iglesia, eran habituales los comentarios, entre temerosos y sarcásticos, sobre los avisos ruidosos de don Alonso de Castilla, llegando impactar a los fieles más sensibles, durante mucho tiempo, cualquier ruido disonante que escucharan en aquel templo.
Informe: J. M. Travieso.
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Ilustración 7: Alegoría del Árbol de la Vida. Ignacio de Ries, h. 1650. Catedral de Segovia. En la pintura figura la inscripción: "Mira que te has de morir, mira que no sabes cuando, mira que te mira Dios, mira que te está mirando".
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