A las diez de la noche del 29 de marzo de 1635, en medio de una persistente lluvia, una monja muy especial llegaba al convento de la Encarnación de las agustinas recoletas de Valladolid, situado en las proximidades de la primitiva iglesia de san Ildefonso y las Tenerías (ilustración 8). Se trataba de María Luisa Ruiz de Colmenares y Solís, nieta del célebre músico Antonio de Cabezón, que en la comunidad de clarisas de Carrión de los Condes había adoptado el sobrenombre de sor Luisa de la Ascensión (ilustración 2). Pero no llegaba a Valladolid por su propia iniciativa, sino cumpliendo el destierro de su comunidad después de haberse iniciado meses antes contra ella un proceso del Santo Oficio. A la puerta del convento vallisoletano, en medio de una aglomeración de gente expectante por conocer personalmente a sor Luisa, esta fue recibida por el fraile jerónimo Gregorio de Pedrosa, obispo de Valladolid, predicador de Su Majestad y ferviente admirador de la monja, que le colmó de atenciones en el convencimiento de sus poderes sobrenaturales, así como por el conde de Benavente acompañado de sus sirvientes, igualmente devoto de la religiosa, del que los cronistas afirman que le cortó un pequeño trozo del velo que guardaría como reliquia. Recluida en aquel convento de Valladolid, próximo al Pisuerga, cuando aún resonaban los ecos de otra visionaria local, doña Marina Escobar, que había muerto dos años antes, permaneció para atender los interrogatorios inquisitoriales hasta que falleciera un año y medio después, sin poder beneficiarse de la sentencia absolutoria dictada por la Inquisición como final del proceso.
Esta religiosa singular, que llegaría a ser conocida popularmente en toda España como "
la monja de Carrión", alcanzó en su tiempo gran fama de santidad, se le atribuyeron prodigios y como visionaria llegó a ejercer una gran influencia en la corte por contarse el monarca
Felipe IV entre sus fieles más devotos, como anteriormente lo había sido su padre
Felipe III, dando lugar su salida del convento palentino, tras su detención como sospechosa, primero a un conato de amotinamiento entre sus seguidores carrionenses y después a que la noticia corriera como la pólvora y fuera aclamada públicamente al paso del coche de caballos en que era conducida por las poblaciones que cruzó entre Carrión y Valladolid. No obstante, es conveniente hacer constar que también contó con un grupo de significados detractores, contrarios a sus declaraciones y reacios a los supuestos milagros y prodigios divulgados por sus seguidores, un grupo de nobles y eclesiásticos que finalmente lograron que se hiciera cargo del caso el temido tribunal.
LA MONJA DE CARRIÓN
Su historia induce a considerar a la madre Luisa de la Ascensión como un fenómeno sólo comprensible en el tiempo que le tocó vivir, una mujer que llevó a sus últimos extremos sus creencias religiosas hasta convertirse en una iluminada obsesionada con la búsqueda del camino de la santidad durante los convulsos años del siglo XVII.
Sor Luisa de la Ascensión había nacido accidentalmente en Madrid a mediados de mayo de 1565, cuando sus padres, Juan Ruiz de Colmenares y Jerónima de Solís, nobles carrionenses, se trasladaron a la corte para visitar a un familiar enfermo, siendo bautizada en la parroquia de San Andrés, en los aledaños de la madrileña Plaza de la Paja. Tras recibir una sólida formación, Luisa regresó con su familia a la villa palentina cuando tenía diecisiete años. Un año más tarde, estando afectada de una grave enfermedad, manifestó su deseo de ingresar en el convento de Santa Clara de aquella población, deseo complacido por sus padres ante los temores de una corta existencia.
Ya durante el noviciado puso en práctica llamativas penitencias, siendo comentadas las noches de vigilia que pasaba en la ermita del convento y su exclusiva alimentación a base de pan y agua. Su carácter afable influyó para que buena parte de sus compañeras siguieran su ejemplo de penitencias y mortificaciones, convertido en un modelo de vida austera y recogimiento absoluto de acuerdo a la observancia regular.
Desde un primer momento se manifestó contraria a los privilegios que ostentaban las clarisas pertenecientes a las familias nobles, que en el interior del convento seguían gozando de prebendas y servidumbre, ajenas a las tareas más arduas de la comunidad, de modo que, cuando fue elegida por primera vez abadesa en 1609, ya con cuarenta y cuatro años, una de sus primeras medidas fue la abolición de privilegios ajenos a la austeridad y al riguroso ascetismo de la vida contemplativa, igualando la presencia de todas en el vestuario, el coro y las comidas, al tiempo que fomentó las penitencias, ejercicios, oraciones y ayunos, medidas que provocaron desavenencias con algunas monjas que, encabezadas por doña Inés Manrique de Lara y doña Jerónima de Osorio, impulsaron a través de sus familias una campaña de descrédito de sor Luisa en el exterior, difundiendo una serie de infundios, en los que tuvo un papel muy destacado el capitán don Andrés Osorio de Valderrábano, que llegaron a oídos del rey Felipe III el Piadoso, que contrariado ordenó la expulsión de las monjas reticentes del monasterio carrionés.
A pesar de que sor Luisa intercedió por ellas para que permaneciesen en el convento y cumplieran por sólo cuatro meses los castigos asignados por dos años, los familiares de las acusadas llevaron el caso al Tribunal del Santo Oficio, cuyo Consejo se desentendió del caso dejándolo a merced de la decisión de los superiores de la Orden.
Fue entonces cuando se comenzaron a airear por toda España los prodigios atribuidos a sor Luisa de la Ascensión, a pesar de que desde 1604 se habían comenzado a difundir, tanto por escrito como de boca en boca, las gracias y dones de la monja de Carrión, lo que motivó la reclamación masiva de objetos personales desde todas latitudes, especialmente las inconfundibles cruces de madera que impusiera en las celdas del convento, que las mentes supersticiosas convirtieron en auténticos talismanes, hasta el punto de generar todo un tráfico de cruces falsificadas supuestamente pintadas por sor Luisa.
Si como abadesa de Santa Clara en dos ocasiones, de 1609 a 1611 y de 1615 a 1617, consiguió importantes donaciones de Felipe III y de familias de la nobleza, que permitieron construir la actual iglesia y la sacristía, ampliar las celdas y levantar la hospedería (ilustración 3), no hay que olvidar que Carrión de los Condes se halla en el Camino de Santiago, así como dotar al recinto de importantes obras artísticas, entre ellas varias tallas de Gregorio Fernández, fue la imagen de su supuesta santidad proyectada al exterior lo que causó auténtica conmoción, siéndole atribuido el don de la revelación que le permitía anticipar acontecimientos, como cuando vaticinó la llegada al convento de las reliquias de los mártires de Ágreda que portaba el padre Antonio Daza, facultades exorcistas, puestas en práctica con gentes de procedencia vasca, y poderes curativos, figurando entre los agraciados la reina Isabel de Borbón (ilustración 6), que tras dos partos fallidos atribuyó su feliz embarazo a las oraciones de la monja de Carrión, que con un trozo de su toca había hecho una pequeña camisa para el infante, así como la condesa de Monterrey, a la que durante una visita como benefactora del convento alivió de un quiste cutáneo.
Pero entre todos los fenómenos inexplicables destacaron las aseveraciones del don de bilocación, con la confirmación de su presencia en Roma, donde evitó el envenenamiento del papa Gregorio XV al romper una vasija emponzoñada; en Asís, visitando el sepulcro del fundador de la Orden Franciscana; en México, donde intervino en la conversión de los indios xumana utilizando su propia lengua; en Japón, confortando en el martirio al fraile franciscano Juan de Santa María; en Madrid en 1621, asistiendo en el lecho de muerte a su benefactor Felipe III, a quien había conocido personalmente ocho años antes. En todos estos casos su presencia fue confirmada al tiempo en el convento de Carrión para no contravenir el voto de permanencia en la clausura, siendo esta supuesta infracción uno de los argumentos esgrimidos en el proceso inquisitorial.
La fama de los dones y virtudes de sor Luisa serían conocidos por toda España e incluso en el extranjero. Ello incrementaría el número de benefactores, muchos de ellos llegados personalmente de visita al beaterio, como lo hiciera en 1613 el rey Felipe III que viajó hasta el convento palentino para conocer personalmente a la monja, a la que pidió consejo sobre importantes asuntos políticos, del mismo modo que años antes lo hiciera en su nombre el duque de Lerma acerca de la expulsión de los moriscos de España, consumada en 1609. Entre otros llegaron a Carrión los condes de Grajal, los condes de Monterrey, los condes de Lemos o los duques de Sessa, sin faltar altos dignatarios y miembros de casas reales, como el embajador de Alemania, Fray Juan del Hierro, General de la Orden Seráfica, don Gregorio de Pedrosa, obispo de Valladolid, o la sonada visita del Príncipe de Gales, futuro Carlos I de Inglaterra, en compañía de todo su séquito.
Al tiempo sor Luisa mantuvo relaciones epistolares con Luis XIII de Francia, que solicitaba sus oraciones para la victoria sobre los calvinistas, con los papas Gregorio XV y Urbano VIII, que le concedió el jubileo de 1625 sin salir del convento, con Felipe III, al que la mística solicitó la colocación de la imagen de la Inmaculada, dogma del que era defensora, en los estandartes de los Tercios que lucharon en la batalla de Praga, y sobre todo, con Felipe IV (ilustración 6), que consultó acerca de la conveniencia del matrimonio de su hermana, la católica doña María Ana, con Carlos, Príncipe de Gales, al que aconsejó su conversión al catolicismo o que la idea fuese desechada, como así ocurrió por presiones gubernamentales inglesas ante el temor de que Carlos levantara las restricciones a los católicos romanos y minara el establecimiento oficial del protestantismo. Felipe IV, al igual que su padre y sus respectivas esposas, favoreció continuamente a sor Luisa, llegando a conceder rentas al convento y el privilegio de celebración de un mercado semanal en Carrión de los Condes.
EL PROCESO INQUISITORIAL
A pesar de esta arrolladora personalidad, arropada por las creencias de la sociedad sacralizada en que se desenvolvió, no faltaron detractores, tanto religiosos como seglares, que pusieron en tela de juicio las extraordinarias virtudes difundidas de la monja de Carrión, aunque en honor a la verdad, esta corriente contraria estuvo alentada por los familiares de las monjas clarisas que no asumieron el reformador cambio de rumbo impuesto por sor Luisa. Lo cierto es que en algunos ámbitos de la vida religiosa se pusieron en entredicho las exageradas virtudes divulgadas en escritos por sus confesores, la veracidad de algunos milagros por ella obrados, algunos realmente inverosímiles, y la verdadera autoría de algunos de sus escritos místicos, siendo su biografía, escrita en dos volúmenes por el padre Aspe, la que desencadenó el proceso. De modo que, acusada ante el Tribunal de la Inquisición de su poca ortodoxia, su posible falsedad y falta de cordura, fue protagonista de una investigación que duró más de catorce años, por lo que el Santo Oficio decidió que esta continuara con sor Luisa apartada de su comunidad, siendo elegido para su confinamiento el convento vallisoletano de agustinas recoletas, donde permaneció asistida por Francisco de Soria, un monje de la Orden Basilia.
A partir de entonces se pusieron en entredicho sus místicos extravíos, como sus afirmaciones de haber conocido a Cristo cuando aún era un feto en el vientre de su madre, que le explicó el misterio de la Trinidad y le prometió su virginidad como monja clarisa, o las agresiones del diablo siendo novicia, que llegó a arrancarle las uñas de los pies y a empujarle por unas escaleras.
En torno al proceso se generaron multitud de escritos de defensa, entre ellos cartas de jesuitas e informes de las agustinas sobre la vida ejemplar practicada en el convento, con enconados enfrentamientos entre fray Gregorio de Pedrosa, obispo de Valladolid y defensor a ultranza de la monja, y los implacables inquisidores encargados del caso.
Sor Luisa de la Ascensión falleció en Valladolid el 28 de octubre de 1636, víctima de una "calentura" (tumor), dieciséis meses después de su llegada al convento vallisoletano próximo a las Tenerías, que aún no se había recuperado de las fatídicas consecuencias de la crecida del Pisuerga en febrero de aquel mismo año. Por expreso deseo del obispo de Valladolid, fue enterrada muy de mañana en el antecoro del convento, como era habitual, en la más estricta intimidad y prácticamente en secreto. Este hecho desencadenó una nueva trifulca por parte del Santo Oficio cuando fue informado, que solicitó la presencia del inquisidor para desenterrar e identificar el cadáver, con orden de que ningún franciscano pudiese celebrar sus exequias solemnes. Como castigo, el obispo de Valladolid destituyó de su puesto a la priora agustina y ordenó su confinamiento, siendo informado del asunto el conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV, ante el que el obispo vallisoletano esgrimió pertenecer el caso a su jurisdicción y la actuación de los inquisidores una intromisión, pues sor Luisa no era un reo ordinario del Santo Tribunal por no estar retenida en sus calabozos.
El farragoso proceso prosiguió tras su muerte y se dilató, con multitud de testificaciones de personas de toda España, hasta el 23 de mayo de 1648, con una sentencia confirmada el 12 de octubre de aquel año que proclamaba su inocencia. Mientras tanto se convirtió en una obsesión el conseguir reliquias de la monja de Carrión, sobre todo las célebres cruces y cuentas de rosario, difundiéndose por toda Castilla su fama de santidad, motivo por el que sus restos fueron reclamados por el convento carrionense, adonde fueron trasladados el 5 de febrero de 1649, reposando desde entonces en el coro bajo de la iglesia.
A pesar de la desaparición del rastro del convento y la iglesia en que ocurrieron aquellos hechos, que tiempo después asumió la advocación de San Ildefonso tras el derribo de la primitiva parroquia, la monja de Carrión ha pervivido en la memoria como una de las mujeres más singulares y controvertidas que habitaron la ciudad, según consta en la obra reivindicativa "Un proceso inquisitorial de alumbrados en Valladolid", publicada en 1890 por el padre Manuel Fraile Miguélez. Su fantástica biografía está jalonada de iniciativas religiosas, como la fundación de la Hermandad de Defensores de la Purísima Concepción, que estuvo formada por más de 80.000 personas en 1619, y de una personal producción literaria y poética, de corte autodidacta, cargada de inspirado misticismo y aire gongorino que, como toda su obra, ha sido alabada y denostada al mismo tiempo. En sus escritos podemos encontrar el eco de la voz que causó tantos quebraderos de cabeza a los inquisidores vallisoletanos:
al espíritu inflamado
lo suba de grado en grado
al grado superlativo.
A donde enferme sanando
y así sanando esté enferma:
Donde vele y donde duerma.
Y esté dormida velando.
Informe: J. M. Travieso.
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