ECCE HOMO
Gregorio
Fernández (Sarria, Lugo, 1576 - Valladolid, 1636)
Hacia 1620-1621
Madera
policromada, postizos y tela encolada
Museo
Diocesano y Catedralicio, Valladolid
Procedente
de la iglesia de San Nicolás de Valladolid
Escultura
barroca española. Escuela castellana
A pesar de que para gustos están los colores, no
sería exagerado el afirmar que esta talla del Ecce Homo es, por diversas razones, la mejor escultura que ha
producido el barroco español. Si ello ofreciera alguna duda, sólo habría que
compararla con cualquier otra y realizar un análisis profundo y objetivo.
Incluso se sitúa, y mira que es difícil, por encima de otras inspiradas representaciones
de Jesús debidas al genio de Gregorio Fernández, tales como el Cristo atado a la columna de la iglesia
de la Vera Cruz, el Cristo del Descendimiento
de la misma iglesia, el Cristo de la Luz
de la capilla del Colegio de Santa Cruz o el Cristo yacente de la iglesia de San Miguel, todos ellos en
Valladolid y fruto de la plenitud de Gregorio Fernández en su etapa de madurez.
Contemplando esta afinada escultura se entiende muy
bien la certera afirmación que hiciera el poeta Rafael Alberti: "El Barroco
es la profundidad hacia afuera". Porque para valorar esta trabajo, en el
que se funde una ejecución técnica impecable y una enorme creatividad plástica,
no es necesario ser devoto ni siquiera creyente, tan sólo tener un mínimo de
sensibilidad para percibir la esencia del Barroco del mismo modo que lo hacemos
ante de Las Meninas de Velázquez o
escuchando Las Cuatro Estaciones de
Vivaldi.
Hoy, gracias a la investigación de Francisco Javier
de la Plaza Santiago, profesor de la
Universidad de Valladolid, que halló el documento de su donación y lo dio a
conocer en 1973, podemos afirmar que se trata de una obra documentada de
Gregorio Fernández, que pocos meses después de haber concluido el paso
procesional de la Coronación de espinas
para la Cofradía de la Santa Vera Cruz, en el que incluyó una imagen sedente
del Ecce Homo en su presentación en
el Pretorio, realizó esta imagen que fue adquirida en 1621 por el licenciado
Bernardo de Salcedo, por entonces párroco de la primitiva iglesia de San
Nicolás de Valladolid, que la entregó como donación, junto a una lámpara de
plata, tres candelabros, dos mantos para el Cristo y un bufete para pedir
limosna, a la cofradía del Santísimo Sacramento y Ánimas, con sede en dicha
iglesia y de la cual era cofrade.
El clérigo Bernardo de Salcedo, del que se sabe que
tenía familiares en Palencia, otorgó además a dicha cofradía una renta anual de
1.500 maravedís para su mantenimiento, junto a la petición de que un miembro de
la cofradía pidiera limosna una vez al mes, en el bufete que él mismo había
donado, para mantener el altar que presidía el Ecce Homo, incluyendo la petición de que la imagen bajo ningún
concepto saliera de la iglesia y que al menos por quince veces al año en él se
dijeran misas que debían incluir peticiones a favor de "Gregorio Fernández, escultor, vecino de la
dicha ciudad, natural de la villa de Sarria, que hizo la imagen"1.
En la desaparecida iglesia de San Nicolás, situada junto al Puente
Mayor, este Ecce Homo de Gregorio
Fernández permaneció al culto presentado con cuatro elementos postizos: una
corona de espinas en su cabeza, una caña en su mano derecha, un cordón sujeto
al cuello y una clámide de color púrpura apoyada en los hombros que le cubría
el cuerpo. Así se mantuvo, según informa Ventura Pérez en su Diario de Valladolid, cuando el 23 de
agosto de 1739 el primitivo retablo fue sustituido por otro, hecho celebrado
con misa y procesión por el barrio de San Nicolás. En 1781 el retablo del Ecce Homo era de nuevo renovado por otro
de mayor riqueza ornamental y aire rococó, en esta ocasión debido al ensamblador
y escultor vallisoletano Antonio Bahamonde, en el que la imagen permaneció hasta la
Desamortización.
Cuando en 1841 la parroquia de San Nicolás pasó a
alojarse en el extinguido convento de la Trinidad, el retablo y la imagen,
junto a otros bienes patrimoniales y enseres, pasó ser colocado en el lado de
la Epístola del crucero del templo dieciochesco que antes ocuparan los
trinitarios descalzos, que en ese momento retomó la titularidad de San Nicolás.
Un incendio producido el 15 de enero de 1893 dañaba mortalmente a la primitiva iglesia
situada junto al Puente Mayor, que acabó sucumbiendo a la ruina.
En ese retablo de la iglesia de San Nicolás permaneció
durante pocos años, pues la canonización el 8 de junio de 1862 del místico
catalán San Miguel de los Santos, superior de la orden de los trinitarios
descalzos y muerto en Valladolid el 10 de abril de 1625, alentó que una imagen
suya ocupara dicho retablo, quedando relegada la imagen del Ecce Homo a un modesto y oscuro retablo
lateral, donde permaneció muchos años y donde el que esto escribe la conoció siendo
niño, en los años 60 del siglo XX, cubierto por una clámide llena de polvo y
con evidentes signos de abandono. Afortunadamente, el año 1972 ingresó en los
fondos del Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, donde fue puesto en
valor y pasó a ocupar un lugar de honor, pudiendo comprobarse que al menos el
haber estado recubierto durante siglos por una clámide textil le había
preservado su magnífica policromía. La imagen fue limpiada y consolidada
durante una restauración realizada en 1989, que no restituyó los aditamentos
postizos ya mencionados, pero que devolvió a la talla su esencia y todo su
esplendor.
A pesar de no estar concebida para los desfiles
procesionales de la Semana Santa, la imagen fue incorporada a los mismos, entre
1979 y 1990 y con distintos montajes, por la Cofradía penitencial de Nuestro
Padre Jesús atado a la columna, aunque desde entonces, con buen criterio, dejó
de desfilar y fue preservada de posibles incidentes, cumpliéndose de esta
manera la voluntad expresada por el clérigo Bernardo de Salcedo, su donante.
UNA GENIAL OBRA MAESTRA DE GREGORIO FERNÁNDEZ
Durante muchos años los valores de esta escultura
fueron desconocidos incluso en la propia ciudad de Valladolid. Si en 1901 Blas
González García-Valladolid ya la consideraba una obra excelente y digna de
Gregorio Fernández, inexplicablemente en 1929 Juan Agapito y Revilla, que entre
otros cargos ejerció como director del Museo Nacional de Escultura y como
presidente de la Comisión Provincial de Monumentos, rechazó encontrar en ella
rasgos del genial maestro, catalogándola como obra del siglo XVIII. Habría que
esperar a que en 1954 Gratiniano Nieto Gallo propusiera de nuevo la autoría de
Fernández y que Jesús Urrea en 1972, cuando la imagen ingresó en el Museo Diocesano
y Catedralicio, confirmara esta atribución en base a sus rasgos estilísticos2.
En 1973, como ya se ha dicho, Francisco Javier de la Plaza Santiago aportaba el
documento acreditativo que así lo ratifica3.
La imagen, de tamaño natural (1,68 m.), fusiona los
valores de la estatuaria clásica -el contrapposto
de su anatomía evoca indiscutiblemente al Doríforo
de Policleto- con el alto grado de naturalismo conseguido por Gregorio
Fernández en su etapa de madurez, en este caso aderezado con una elegancia
formal, en proporciones, gestos y ademanes, heredera de las experiencias
manieristas desplegadas en su primera etapa en Valladolid.
No sólo es admirable el movimiento cadencioso del
cuerpo en su conjunto y el perfecto equilibrio de la figura, sino también las
rigurosas descripciones anatómicas en cada uno de los elementos, destacando el
magnífico trabajo de la cabeza, ladeada hacia la derecha y verdadero centro
emocional y expresivo que sigue las pautas habituales del prototipo fernandino,
con larga melena de rizos filamentosos y perforados que dejan visible la oreja
izquierda, raya al medio y dos mechones simétricos sobre la frente, barba larga
de dos puntas, boca entreabierta dejando visibles los dientes de hueso y mirada
dirigida a lo alto con ojos de cristal. En un expresivo gesto, que insinúa
sumisión y resignación, tiene los brazos cruzados a la altura del pecho, movimiento
que pone en funcionamiento músculos y venas, plasmados con un realismo
palpitante.
Como complemento al magnífico trabajo de talla
ofrece una encarnación polícroma, aplicada a pulimento, en la que prevalecen
los tonos suaves rosáceos y discretas ulceraciones entre las que destacan la
herida que perfora la ceja izquierda, producida por un espino y constante en
otras figuras cristológicas del maestro, y las tumoraciones de los latigazos en
la espalda, simuladas con pinceladas violáceas, así como puntuales regueros de
sangre y partes despellejadas a las que se añaden finas láminas de cuero para
aumentar su verismo.
Durante el proceso de limpieza se recuperaron las
tonalidades caoba del cabello y barbas, hasta entonces con un tono ennegrecido
por la suciedad, y se liberaron repintes parciales en la parte frontal
aplicados en el siglo XIX tras ser afectada por un incendio. Su acabado realista
fue aplicado sobre la madera por un pintor desconocido con las características
de una obra de caballete, es decir, realzando brillos y sombras y sugiriendo
las venas bajo la tersura de la piel, consiguiendo que el cuerpo parezca
palpitar en un ejercicio de sinceridad y crudeza acorde con las creencias
religiosas de su autor4. De modo que, contemplando la piedad que
transmite esta imagen, se hace comprensible la descripción que hace Palomino de
Gregorio Fernández, al que presenta como una persona piadosa, de arraigadas
convicciones religiosas, que antes de acometer las tallas de Cristo "se preparaba primero con oraciones, ayuno,
penitencia y comunión, esperando que Dios le concediera su gracia y le hiciera
triunfar".
La escultura ofrece otra peculiaridad tan singular
como inusual en el arte barroco español: el estar tallada como un desnudo
integral que incluye los genitales, en este caso velados por un paño de pureza
superpuesto, anudado en la parte derecha de la cadera y elaborado con tela
encolada de gran naturalidad. Gregorio Fernández repetiría esta desnudez, como
un ejercicio de estatuaria clásica, en otras ocasiones, como ocurre en el
Cristo del paso del Descendimiento de
la iglesia de la Vera Cruz de Valladolid, tallado entre 1623 y 1624, el Cristo yacente del retablo de la Buena
Muerte de la iglesia de San Miguel de Valladolid, elaborado entre 1626 y 1627,
o en el Cristo crucificado del
convento de Carmelitas Descalzas de Palencia, tallado en 1630 e igualmente
recubierto con un pudoroso paño de tela encolada. Tampoco hemos de olvidar la
desnudez del arcángel San Gabriel que también se exhibe en el Museo Diocesano y
Catedralicio de Valladolid, obra elaborada en torno a 1611 para la iglesia
parroquial de Tudela de Duero y cuya disposición recuerda al Mercurio de
Giambologna.
En estas experiencias de desnudos integrales de
Gregorio Fernández, al menos en cinco de sus tallas, que tanto contrastan con
los abultados ropajes con que habitualmente cubría a las figuras, siempre
aparecen desprovistos de cualquier atisbo de sensualidad, simplemente con la
finalidad de aumentar su realismo aproximándose a los trabajos anatómicos de la
escultura clásica, en este caso en madera y siempre concebidos con un
naturalismo absoluto y ejecutados con una extremada perfección técnica. En
opinión de Jesús Urrea "el estudio
anatómico elaborado por Fernández en esta escultura es de una perfección no
igualada por ningún otro artista español de su tiempo, demostrando un profundo
conocimiento del cuerpo humano, así como una total capacidad para colocar la
figura en el espacio y moverla con absoluta naturalidad, con una riqueza de
puntos de visión extraordinaria" 5. Por este motivo, esta
escultura se convirtió en modelo a imitar por otros escultores, que la
reinterpretaron tanto en la modalidad de medio cuerpo como de cuerpo entero.
Es posible que la imagen se inspire en un grabado
del holandés Cornelis Cort, cuyas estampas también fueron tomadas como
referencia por el escultor en otras obras, siempre reinventado la iconografía para
ajustarla, bajo el criterio español, a los postulados de la Contrarreforma, de
la que se convirtió en un fiel intérprete, con una capacidad inigualable para
conmover e incitar a la meditación y la oración a través de sus imágenes. A
pesar de estar desprovista del atrezo de elementos postizos reales, la imagen
se ajusta milimétricamente al relato evangélico: "Le vistieron con una túnica púrpura, le pusieron una corona trenzada de
espinas y comenzaron a saludarlo: ¡Viva el rey de los judios! Y le golpeaban la
cabeza con una caña, lo escupían y, doblando la rodilla, le hacían reverencias"
(Marcos 15,17-19). De igual manera, Gregorio Fernández se ofrece al espectador
haciendo suyas las palabras de Pilatos en el Pretorio: "Ecce Homo / He aquí el hombre", convirtiendo
al humillado en todo un ejemplo de dignidad y magnificencia que forma parte de
la mejor escultura española de todos los tiempos.
Informe: J. M. Travieso.
NOTAS
1 URREA FERNÁNDEZ, Jesús. Gregorio
Fernández, 1576-1636. Catálogo de la exposición celebrada en la Fundación
Santander Central Hispano de Madrid, Madrid, 2000, p. 134.
2 URREA FERNÁNDEZ, Jesús. Un
Ecce Homo de Gregorio Fernández. Boletín del Seminario de Estudios de Arte
y Arqueología (BSAA), Universidad de Valladolid, 1972, pp. 554-556.
3 DE LA PLAZA SANTIAGO, Fco. Javier. El pueblo natal de Gregorio Fernández. Boletín del Seminario de
Estudios de Arte y Arqueología (BSAA), Universidad de Valladolid, 1973, pp. 505-509.
4 TRAVIESO ALONSO, José Miguel. Simulacrum.
En torno al Descendimiento de Gragorio Fernández. Domus Pucelae, Valladolid, 2011, p.
165.
5 URREA FERNÁNDEZ, Jesús. Gregorio
Fernández, 1576-1636. Catálogo de la exposición celebrada en la Fundación
Santander Central Hispano de Madrid, Madrid, 2000, p. 134.
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