LAS VIRTUDES
CARDINALES
Adrián
Álvarez (Palencia?,1551-Valladolid,1599)
1595
Madera
policromada
Retablo
mayor de la iglesia de San Miguel y San Julián, Valladolid (antes iglesia de
San Ignacio o de la Casa Profesa de los Jesuitas)
Escultura
renacentista española. Romanismo. Escuela castellana
Retablo de la iglesia de San Miguel, Valladolid |
En ocasiones, tan sólo una obra maestra es lo suficientemente ilustrativa para colocar a un artista en la cumbre del arte de su tiempo, un caso que se repite con cierta frecuencia. Algo parecido ocurre con un escultor desconocido para el gran público que fue capaz de legar lo mejor de su oficio en estos altorrelieves que representan a las cuatro Virtudes Cardinales, una obra ensamblada dentro de la maquinaria escenográfica de un enorme retablo realizado en Valladolid en las postrimerías del siglo XVI.
Su autor es Adrián Álvarez, un escultor que quedó
eclipsado en el arte de su tiempo por las célebres creaciones precedentes de Alonso
Berruguete, Juan de Juni y Gaspar Becerra y las posteriores de Francisco de
Rincón y Gregorio Fernández. Si de estos escultores renacentistas y barrocos hoy
podemos conocer, gracias a los múltiples trabajos a ellos dedicados, casi todo
su periplo vital y su producción artística, no podemos decir lo mismo de una
pléyade de escultores cuyos nombres quedan relegados a un catálogo en el que sistemáticamente
se funden grandes creadores con otros que se limitaban a cumplir discretamente
con su oficio, figurando como meros comparsas de una época en la que sus
nombres quedan desdibujados ante la fama de los grandes maestros. Adrián
Álvarez es uno de ellos.
Disponemos de pocos datos para recomponer, al menos
sucintamente, la trayectoria profesional de Adrián Álvarez, que junto a su
hermano Antonio llegó a Valladolid en 1577, procedente de Palencia y acompañando
a su padre, el escultor Manuel Álvarez, nacido en la población de Castromocho y
una de las figuras más importantes de las escultura palentina de mediados del siglo
XVI, que ese año estableció su taller en Valladolid ante las expectativas de
trabajo creadas tras la muerte de Juan de Juni (1506-1577).
Si cuando llega a Valladolid tiene 26 años, se puede
presuponer que Adrián lo haría plenamente formado en el oficio de escultor, al
igual que su hermano. El hecho de que fuera sobrino de Francisco Giralte, pues su
padre Manuel estaba casado con Isabel Giralte, y sobre todo el asentamiento del
taller paterno durante décadas en la calle palentina del Pan y Agua, perteneciente
a la parroquia de San Antolín, inducen a pensar que Adrián Álvarez se formó
junto a su padre, cuyo obrador adquirió gran relevancia desde que Francisco
Giralte se trasladara a Madrid en 1547. De la obra de uno y de otro debió tomar
sus primeros presupuestos estéticos hasta convertirse en colaborador del
prestigioso taller paterno, en el que también trabajaban, entre otros, Juan
Ortiz Fernández y Mateo Lancrín.
La Justicia, Adrián Álvarez, 1595 |
Adrián Álvarez prosiguió su actividad como
colaborador en Valladolid, donde Manuel Álvarez continuó trabajando en el
retablo mayor de la iglesia de la Asunción de Tudela de Duero (Valladolid),
contratado en 1573 y en el que trabajó asociado al vallisoletano Francisco de
la Maza hasta 1586. El tabernáculo y un relieve de la Anunciación de este retablo serían finalmente encomendados al
ensamblador Francisco Fernando y al joven escultor Gregorio Fernández
respectivamente. En esta obra el taller de los Álvarez, adscrito formalmente hasta
entonces a los modos manieristas junianos, comienza a decantarse por la
monumentalidad impuesta por Gaspar Becerra en el retablo de la catedral de
Astorga, génesis de la corriente romanista.
También como colaborador paterno, Adrián Álvarez
trabajó en el retablo de la iglesia de la Trinidad de Valladolid, aunque a la
muerte de su padre, en 1589, comienza a trabajar independiente en su taller
vallisoletano, especialmente activo en la última década del siglo. Es entonces cuando su obra es demandada por
los jesuitas, que por entonces levantaban dos grandes templos de la Compañía de
Jesús, uno en Valladolid y otro en Medina del Campo.
Es cuando acomete estas obras cuando el estilo de
Adrián Álvarez se integra plenamente en la corriente romanista creada por
Gaspar Becerra y continuada en Valladolid por Esteban Jordán, planteando, junto
a una arquitectura de elementos decididamente clásicos y puristas, inspirados
en el modelo escurialense, composiciones escultóricas monumentales pobladas por
personajes de anatomía rotunda y vigorosa, envueltas en paños voluminosos y ornamentados
con ricas labores polícromas de estofados, contrastando la acentuada volumetría
de las figuras de los relieves con unos fondos muy lisos cuyos planos quedan
reducidos a esquemáticas arquitecturas, así como cierto hieratismo en los
ademanes y contención en el movimiento, factores que, sin embargo, potencian la
grandilocuencia y solemnidad de los relieves o esculturas de bulto.
Por entonces Adrián Álvarez trabajaba con su
discípulo palentino Pedro de Torres, siendo atípico el caso, constatado en la
documentación conservada, de que en ocasiones estos dos escultores policromaran
sus propias tallas, algo inusual en el gremio. Adrián Álvarez tuvo que trabajar
en un círculo próximo a los sucesores de Juni y al mismo tiempo plegándose a la
estética romanista implantada decisivamente por Esteban Jordán, a pesar de lo
cual, alcanzada la madurez, en su obra se aprecia cierto afán por impregnarla
de un naturalismo que, impulsado por el Concilio de Trento, comenzaban a
desarrollar los maestros más jóvenes de su entorno y que, sin saberlo, abrían decisivamente
las puertas a la eclosión del Barroco.
De la etapa romanista en que Adrián Álvarez era
ayudado por Pedro de Torres, se conservan los retablos jesuíticos mencionados y
cierta obra dispersa, como los fragmentos del retablo dedicado a San Marcos que
estuvo en la capilla que el obispo Valdivieso disponía en la iglesia de San
Benito el Real de Valladolid, hoy en el Museo Nacional de Escultura. Esta obra
fue iniciada por Adrián Álvarez en 1596 y, al producirse su muerte prematura
antes de cumplir los 50 años, culminada por su discípulo Pedro de Torres en
1601. Entre sus discípulos también se encontraban otros maestros que
emprendieron un nuevo arte, entre ellos el discreto Pedro de la Cuadra y el
gran escultor Francisco de Rincón.
La Prudencia, Adrián Álvarez, 1595 |
LAS VIRTUDES
CARDINALES DEL RETABLO DE SAN MIGUEL
Fue Esteban García Chico1 quien hizo
público el documento referente al encargo a Adrián Álvarez del retablo
destinado a la iglesia de San Ignacio de Valladolid, un retablo en el que colaboró
Pedro de Torres y cuyo devenir quedaría vinculado a la propia suerte de los
jesuitas. Es este un gigantesco retablo clasicista articulado de forma
reticular, siguiendo el prototipo escurialense, que consta de banco, dos altos
cuerpos y ático, dividido verticalmente en tres calles separadas por columnas monumentales
y dos entrecalles laterales con hornacinas en los intercolumnios, con un
programa iconográfico que los jesuitas centraron en importantes episodios de la vida de Cristo,
como el Nacimiento, la Presentación en el Templo, la Resurrección, el Pentecostés y el Calvario,
con los Cuatro Evanvelistas en el
ático como testigos del dogma. Entre los relieves y las esculturas de bulto se
intercalan escenas pintadas de santos y virtudes que son obra del pintor
Francisco Martínez, colaborador habitual del escultor.
Actualmente el retablo no conserva toda la obra
originaria realizada por Adrián Álvarez, pues después de ser decretada en 1767
la expulsión de los jesuitas de España por Carlos III, el templo de la Casa
Profesa quedó sin culto, siendo reconvertido en iglesia de San Miguel al tener
que ser demolida la que hasta entonces ostentaba esta advocación por acusar
ruina. A consecuencia de ello, en 1775, para adaptarla a su nuevo cometido, los
cuatro santos realizados por Adrián Álvarez para las hornacinas y el San Ignacio titular de la central fueron
sustituidos por las imágenes de San Pedro,
San Pablo, San Felipe, Santiago y el
arcángel San Miguel, que junto a las
de los arcángeles San Gabriel y San Rafael, colocadas en la embocadura
del presbiterio, fueron reaprovechadas del retablo que había realizado Gregorio
Fernández en 1606 para la primitiva iglesia de San Miguel.
A pesar de contar el retablo con cinco esculturas de
la primera época del genial maestro gallego, no pasan desapercibidos los
relieves del banco, donde Adrián Álvarez dejó lo mejor y lo más personal de su
arte, especialmente en los magníficos relieves alegóricos de las Virtudes Cardinales, en las que ciertos
autores también han querido apreciar la participación de Francisco de Rincón
por su incipiente afán naturalista.
La Fortaleza, Adrián Álvarez, 1595 |
Se trata de cuatro altorrelieves de formato apaisado
que se distribuyen por parejas a los lados del tabernáculo. De izquierda a
derecha aparecen la Justicia, la Prudencia, la Fortaleza y la Templanza,
que se acompañan de un pequeño santoral distribuido en los netos. La presencia
de virtudes personificadas en fachadas, retablos y sepulcros fue una práctica
común desde el siglo XV y adquirió una especial significación tras los
dictámenes contrarreformistas de Trento. Estas Virtudes Cardinales o Virtudes
Morales, según la teología católica representan modelos de conducta,
iluminada por la fe cristiana, para disponer la voluntad y el entendimiento
humano, es decir, para estimular una conducta honesta, a diferencia de las Virtudes Teologales, que tienen por
objeto directo el acercamiento a Dios.
Algunos teólogos encontraron su origen en algunos
textos bíblicos, aunque en realidad ya aparecen descritas por filósofos
clásicos como Platón en su obra La
República, donde describe la Prudencia como el ejercicio constante de la
razón, la Fortaleza como la conducta derivada de las emociones y el espíritu,
la Templanza como la capacidad de anteponer la razón a los deseos y la Justicia
como un estadio moral para lograr la perfecta armonía. También profundizaron en
las propiedades beneficiosas de estas cuatro Virtudes otros pensadores, unos
clásicos, como Cicerón o Marco Aurelio, y otros cristianos, como San Gregorio
Magno o Santo Tomás de Aquino. Estas virtudes toman su nombre de los cuatro
puntos cardinales sobre los que gira la vida moral de los cristianos y que
orientan la conducta con carácter moralizante.
Estos conceptos filosóficos fueron reflejados en el
arte a través de alegorías personificadas como vírgenes guerreras que luchan
contra los vicios humanos o los demonios para marcar una senda de
comportamiento, siendo Cesare Ripa quien en su Tratado de Iconología, redactado en el siglo XVI, hace una
minuciosa descripción de las virtudes sistematizando su tradición iconográfica.
A estos prototipos moralizantes se ajustan las magníficas representaciones de
Adrián Álvarez, donde las cuatro vírgenes mantienen la influencia de los rotundos modelos
miguelangelescos, especialmente de las figuras de las sibilas de la Capilla
Sixtina.
La Justicia
Aparece representada como una mujer de aspecto
virginal y gran belleza como cualidad divina. Aparece recostada para ajustarse
al marco espacial, con una corpulenta anatomía y vestida con lujosa indumentaria,
con un corpiño ajustado a la cintura y un manto de pliegues redondeados que la
envuelve por completo. En su mano izquierda, con elegante ademán, sujeta una
balanza equilibrada donde se pesan las buenas y las malas acciones como reflejo
de la Divina Justicia que marca la pauta de comportamiento. En su mano derecha
sujeta la espada, de la que sólo se conserva la empuñadura, que sugiere la pena
aplicada a los injustos. Tanto la balanza como la espada, en ocasiones una
venda sobre los ojos, son los atributos más comunes de esta alegoría, que aquí
aparece ambientada en un prado florido en el que crece un pequeño árbol.
La Templanza, Adrián Álvarez, 1595 |
La Prudencia
La imagen de la Prudencia es una de las más
originales del conjunto, con una mujer recostada sobre las ramas de un tronco
casi seco en pleno acto de reflexión o meditación sobre la vida y la muerte. Su
cuerpo adopta una disposición helicoidal que recuerda los modelos
miguelangelescos de los sepulcros florentinos de los Médici, y está recubierto
por un manto con grandes motivos vegetales, aplicados a punta de pincel, y
sujeto por un suntuoso broche sobre el pecho. En su mano izquierda porta un
espejo, un atributo habitual que alude a la necesidad de conocerse a sí mismo, sobre
todo los propios defectos, en el momento de tomar decisiones. Asimismo, en su
antebrazo derecho aparece enrollada una serpiente, a modo de brazalete, como ejemplo del
comportamiento animal ante el ataque, un atributo que tiene su origen en la
cita evangélica de Mateo «sed prudentes como serpientes y sencillos como
palomas» (Mt 10,16).
La Fortaleza
A diferencia de las restantes, la Fortaleza aparece
en un ambiente rocoso y sin árboles y viste una indumentaria que incluye un casco
con penachos, lo que le proporciona un semblante militar con aspecto de armadura,
elementos que aluden a la capacidad para combatir las pasiones en defensa del
alma. También aparece otro atributo constante, como es la columna que en este
caso soporta sobre su hombro, símbolo del elemento constructivo más fuerte
sobre el que se apoyan todos los demás, es decir, de las propias convicciones y
creencias que hay que mantener frente a las tentaciones y adversidades. Reforzando
este significado, a los pies aparece un león, animal al que tradicionalmente se
ha asociado con la fortaleza y el valor.
La Templanza
Colocada tendida entre dos árboles, aparece esta
alegoría de elegantes ademanes manieristas que proclama la necesidad de la
moderación y el equilibrio entre el movimiento y el reposo para dominar las
pasiones, es decir, el saber combinar con mesura la vida activa y la vida
contemplativa. Siguiendo una imagen que también sería recogida en el Tarot
medieval, aparece sujetando en su mano izquierda una copa de vino que acaba de
rebajar con el agua que contiene la jarra que sujeta en su mano derecha, para
mitigar o moderar los efectos excitantes. El agua sobrante lo derrama sobre la
tierra contribuyendo al brote de un pequeño árbol colocado a los pies que se
contrapone a otro con las ramas taladas, símbolo de regeneración y equilibrio
ante las fuerzas de la naturaleza que proporciona a los hombres placeres sensibles,
ya que la Templanza se opone a toda perversión del orden y a la
capacidad destructora que el desorden puede producir.
El hecho de estar concebidas para ser colocadas en
el banco del retablo, esto es, muy próximas al espectador, hizo que Adrián
Álvarez se esmerase en su diseño, composición y calidad de talla, contribuyendo
a reforzar el contenido catequético del programa iconográfico con estas figuras
romanistas tan plenas de gracia, tan expresivas y con un acabado policromado de
tanta riqueza, siendo este conjunto lo suficientemente ilustrativo para
proclamar la capacidad artística de su autor, que en el retablo medinense,
mimético al de Valladolid, plasmó una serie similar.
NOTAS
1 GARCÍA CHICO, Esteban. Documentos para la historia del arte en Castilla. Escultores. Valladolid, 1941, p. 107.
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